UN MUNDO ORGULLOSO DE SU DESCONOCIMIENTO

¿Se puede preguntar si la humanidad es mediocre? ¿Caería en algún tipo de fobia o misantropía si lo afirmara? ¿Y qué pasaría si concluyera que no solo es eso, sino peor?

Pasaría lo que les pasa a los que miran el mundo desde otra perspectiva, aquellos que deciden ver con otros ojos y colocarse en una situación opuesta para adentrarse en el conocimiento: el ostracismo.

Hombres y mujeres que dieron rienda suelta a una virtud tan natural e innato como la curiosidad, el deseo de saber más, de aprender y de aprehender tanta sabiduría como fuera posible.

Antonio Machado, Susan Sontag y Terenci Moix. ¿Y qué tendrán que ver los tres juntos? Yo también me lo preguntaba, pero son mis autores favoritos, aquellos cuyos libros elegiría si me tuviera que llevar solo tres a una isla perdida.

Son mis elegidos e, incluso, los que más quiero, porque han mostrado el mundo con toda su belleza. Su sensibilidad tan profunda se adentraba en detalles que cualquier espíritu con prisas no vería nunca.

Su amor por el arte, la naturaleza y las gentes de un lugar también los une, y en sus obras manifiestan su pasión por otros pueblos y culturas.

Tres autores eximios, nunca era suficiente; querían saberlo todo, y eso los convertía en personas distantes, pero solo desde nuestra percepción. Les gustaba convivir con los demás, buscaban el acercamiento y tenían amigos, pero su nivel cultural y talento nos llevaba al común de los mortales a verlos diferentes.

El sarcasmo de Moix, la sensibilidad de Machado, la inteligencia de Sontag los hicieron diferentes. En algún momento se les reconoció su trabajo, pero fue poco, demasiado poco. De manera paulatina se les va dejando de lado, se dejan de oír sus palabras y nosotros seguimos disfrutando de nuestra cómoda medianía.

Relato escrito a partir del ejercicio 3 del #RetoInspiración de Jimena Fer en su blog jimenaferlibro.com.

Olga Lafuente.

BUSCARSE LAS HABICHUELAS

En medio de los rectilíneos olivos que tapizaban la campiña, bajo el inclemente sol de agosto, los campos lucían cuidados y un mirlo despistado buscaba algún fruto caído de forma tempranera.

En una de las lindes de las parcelas, unas familias de jornaleros se afanaban por acabar el desvareto de dos olivos antes de dar cuenta del almuerzo que ya habían preparado las mujeres.

Los más pequeños jugaban alrededor de los árboles, a sabiendas de que a ellos aún no les tocaba comer hasta que no terminaran los mayores.

Apartada de todos ellos, una chica dormitaba reclinada sobre las raíces de una de las manzanillas. A pesar de que ya había cumplido los diez años, la muchacha no colaboraba en las tareas del campo como hacían los de su edad. Ella ya sabía que no la querían en los trabajos grupales y, mucho menos para los remunerados, debido a la peculiaridad con la que nació.

La ubicación elegida por la niña no era casual; en cuanto el grupo de jornaleros se había reunido a comer a la sombra de los olivos, ella se deslizó como la brisa, de un árbol a otro, hasta llegar a la casa grande. Allí, los señoritos, adultos y pequeños, disfrutaban de un baño en la piscina construida en el patio del señorío aprovechando el caudal del río, ya de por sí, exiguo en esa época del año.

La joven, consciente de su invisibilidad ante los potentados, rodeó la verja y se dirigió a la parte trasera del edificio. Con un gran conocimiento del lugar, cruzó el umbral de una de las puertas para acceder a la almazara. La sala estaba unida al almacén del aceite y las aceitunas, aunque, en épocas vacacionales, la casa se ocupaba por los señores, por lo que también había embutidos, pan y pescado o carne en salazón.

Se dirigió a una despensa construida bajo el hueco de una escalera y, cuando entró, se sobresaltó al descubrir una escuálida figura morena y de menor estatura que ella. Era un niño con una pequeña torta de pan que tenía agarrada como una presa con sus dos mugrientas y diminutas manos.

El niño, al verla, profirió un molesto grito gutural que asustó a la joven, no porque supusiera una amenaza para ella, sino por la posibilidad de que los descubrieran. Ella alzó las manos mostrando las palmas para calmar al chiquillo, pero este retrocedió sin soltar su posesión intentando patearle el vientre.

La muchacha quiso congraciarse con él y se presentó, pero el niño siguió emitiendo ruidos y chillidos. Enseguida, ella comprendió que era sordo, y andando con tiento, se fue a una parte de la despensa de la que sacó un queso curado de alrededor de dos kilos.

La imagen de esa pieza calló al asombrado muchacho, cuyo blanco de los ojos resaltaban la morenez de su rostro, y la joven se confió lo suficiente para coger otra torta de pan para ella. Con la torta y el queso en una mano, hizo gestos con la otra para que el niño la siguiera; fueron a una estantería al lado del molino de aceite, que estaba atestada de herramientas y pequeños aperos, y de ahí, la niña sacó una navaja.

Cortó con presteza dos cuñas del queso, una para el crío y otra para ella, y él se lanzó a devorarlo sin siquiera quitarle la corteza.

—Y ¿tú quién eres? Yo conozco a todos los jornaleros y sus familias y a ti no te había visto nunca. ¿Tus padres también están desvaretando? —indagó la niña.

El chiquillo seguía comiendo, ajeno a lo que ella decía.

—Tú estás peor que yo —continuó la cría, aun sabiendo que el otro no la podía oír—. Mis padres dicen que yo soy «retrasada»; el médico les dijo que yo no soy normal porque tengo el defecto con el que nacen los niños cuando las madres son mayores. Yo soy capaz de hacer lo mismo que ellos, pero no me dejan, y en el pueblo me llaman la «subnormal» por eso; pero, al menos, me conocen.

La chiquilla siguió el ejemplo de su compañero y le dio un mordisco a su torta de pan con queso.

—Ya veo que tú también te tienes que buscar la vida —siguió al ver al niño comer casi con desesperación —. Como yo soy la «tonta», tengo que esperar a que terminen de comer los hombres, las mujeres y los otros niños. Y cuando me toca, ya casi no hay nada. Por eso, de vez en cuando, me meto a buscar algo en la hacienda de los señores.

Ella se dispuso a salir de allí y levantó el mentón del crío para que la mirase a la cara.

—Tenemos que espabilarnos porque siempre nos llevaremos la peor parte, así que nos ayudaremos el uno al otro.

El niño, entonces, asintió y le guiñó un ojo.

Imagen de Jackmac34 en Pixabay.

Relato escrito a partir del ejercicio 1 del #RetoInspiración de Jimena Fer en su blog jimenaferlibro.com.

Olga Lafuente.

CRÓNICAS IGNORADAS -INTRIGAS DE LA TRASTIENDA

Imagen de Samuele Schirò en Pixabay

Un día más, antes del amanecer, iniciaba la rutina forzada y pesada de levantarse en la oscuridad y con el frío que agrietaba sus manos, ya secas y envejecidas por el trabajo.

En silencio, preparaba el desayuno del marido y los hijos: nueve tazones de metal y un plato de loza sobre la mesa de madera para que cuando hubiera amanecido, desayunaran su café con leche y la rebanada de pan tostado con aceite. Para entonces, ella llevaría más de tres horas en la tienda de ultramarinos que sustentaba a la familia.

La primera faena era colocar la mercancía dejada por los proveedores. Ella era la tendera más madrugadora para preparar su tienda; acurrucada en su chal de lana y vestida de luto como hacía desde niña, doblaba la espalda y acarreaba sacos de naranjas, judías o patatas, y distribuía la mercancía en las cajas dispuestas al público. Era un trabajo duro y tedioso, no como cuando ayudaba a su madre. Ahora, los productos se exponían por tamaño y calidad porque, a pesar de la escasez y miseria de aquellos tiempos, la clientela exigente y remilgada, quería tenerlo todo dispuesto sin perder tiempo en rebuscar entre el producto.

Como un ritual, trabajaba despacio y en silencio, concentrada y sin perder el ritmo; siempre el mismo orden: primero, el grano, después las legumbres, la fruta y, por último, los tubérculos, los más pesados, los que venían en sacos más grandes y difíciles de comprobar.

Vació con cuidado el costal de patatas y las fue colocando en sus cajas hasta casi llegar al fondo. En un momento, se paró, introdujo ambas manos y sacó con atención exquisita y casi veneración, un icono ortodoxo de oro y piedras preciosas. Lo observó con una leve sonrisa y lo contempló largo rato.

Imagen de Mankaklass en Pixabay.

El grabado merecía todo su respeto; lo había pedido a sus proveedores hacía un año y estos no pararon de buscar hasta encontrarlo en una casa de la estepa rusa. Con esa obra única, ella obtendría una fortuna en el mercado de contrabando; aseguraría el futuro de sus ocho hijos con estudios en el extranjero y una buena vida y, sobre todo, ella y su marido, seguirían aumentando su patrimonio: sus villas en la costa, su colección de vehículos, sus cuentas bancarias…

Por él, una familia había perdido la vida en un horrendo crimen pero ¿Quién iba a seguir el rastro hasta ella, una humilde tendera, al otro lado del continente?

#CRÓNICAS IGNORADAS

La tita Lola

Imagen de jbarah15. Pixabay.

Era el vivo ejemplo

de la frescura y la belleza;

una muchacha menuda

y pizpireta,

que hizo de la alegría de vivir,

su bandera.

Un pequeño frasco

que rebosaba bondad e inocencia,

y que repartía jarana, alboroto

y algún que otro quebradero de cabeza.

Con el mundo por montera,

se olvidó de las penas

y la pobreza.

Se colaba en casorios, bautizos,

funerales y demás fiestas.

No repetía vestido

ni le hacía ascos a ninguna bagatela.

Tan apasionada como era,

padeció, en exceso,

la soledad de la guerra.

Por eso, no sorprendió a nadie

que, al finalizar la contienda,

su marido la encontrara con otro,

en su propio lecho,

y bajo sábanas de seda.

El tito Antonio,

haciendo gala

de caballerosidad y nobleza,

acertó a preguntar

qué fue lo que le pasó por la cabeza.

A lo que ella respondió

de manera muy resuelta,

que no había maldad en sus actos,

sino que era víctima

de una falsa promesa:

el traicionero amante,

valiéndose de la fragilidad de ella,

le ofreció un tarro de perfume

a cambio de sus sensuales destrezas.

Imagen de Lolame. Pixabay.

Así que mi tío,

ni corto ni perezoso,

corrió al estraperlo,

y le compró la mejor esencia.

Y con esto que hizo, sin él saberlo,

creó una costumbre

que perduró por décadas:

la hermana del tito Antonio,

o sea, mi abuela,

puso en práctica su peculiar guasa,

y quiso regalar lo mismo

en la ocasión que tuviera.

Y no hubo evento,

festejo o juerga

en el que faltase el fragante regalo

para mi tía abuela.

Siempre que recibía uno,

demostraba que, en gratitud,

era la primera,

y mirando a mi tío,

decía con cara de sorpresa:

«Fíjate lo que me han regalado,

quién lo dijera»;

a lo que el tito Antonio,

con su deje andaluz, respondía:

«Anda, mira, estarás contenta».

Y así siguieron los años,

creciendo la familia

y continuando con la comedia.

Ya nadie dudaba que

la tita Lola era

la mujer con la colección de esencias,

que provocaba la envidia

de estrellas de cine

y damas con solera.

Y en el final de sus días,

postrada por la senectud y demencia,

atinó a decirle a mi tío

que estaba sentado a su vera:

«Fíjate lo que me han regalado,

quién lo dijera»;

a lo que su amante esposo contestó:

«Anda, mira, estarás contenta».

Olga Lafuente.

Imagen de tercerpisorta0. Pixabay.