LAS LOSAS AGRIETADAS DEL CAMINO QUE HAY QUE SALVAR (PARTE 3)

Cuando Elena despertó al día siguiente aún era de noche; los niños habían estado tranquilos, la morfina también ayudó mucho para que ella durmiera de un tirón y su mente lo notaba. Se había convertido en un hábito sentarse por la mañana en la cocina y fumar unas caladas del cigarro, pero ahora que había empezado a llevar a los mellizos al colegio, prefería retrasarlo. También era una costumbre bajar a la calle a la llamada del lechero, éste sabía lo que Elena quería y no hacía falta señalar con gestos.

A las siete, Octavia gritó que quería leche, y su madre comenzó la rutina: prepararles los vasos de leche, vestirlos, gritos, peleas, salir corriendo y más peleas en la calle hasta que llegaban al colegio. 

La hermana portera del centro le dijo que la directora quería hablar; Elena pensó que eso de hablar debía de ser un chiste; ya quisiera ella: poder conversar largo y tendido sobre su situación, pero debía limitarse a asentir o negar con la cabeza a todo lo que los demás tuvieran a bien contarle o escribir, de vez en cuando, en su pequeña pizarra si quería hacer alguna pregunta. Esperó a las puertas hasta que la portera terminó de recibir a los niños y tuvo que soportar comentarios crueles de las demás madres que ya la conocían porque los rumores volaban por aquel barrio. Las mujeres cometieron el mismo error que los demás desde que ella salió del hospital: como no podía hablar, la tomaban por sorda, y no tenían inconveniente en criticarla como si no estuviera presente.

—Esta es la rica venida a menos.

—Dicen que el marido la dejó porque se enteró de que los niños no eran de él.

Las mujeres la miraban de arriba a abajo mientras hablaban de ella.

—Y ahora, se aprovecha de la caridad de las hermanas… —apostilló una tercera.

—Pues que trabaje como todo el mundo —dijo la primera— Mi marido se parte el lomo para llevarnos a todos para delante.

—¡Si esta no sabe ni cómo criar a unos niños!

Todas se rieron de una manera escandalosa, y Elena notaba sus ojos llenarse de lágrimas; tenía la impotencia de no poder contestar pero, aunque hubiera podido, no sabría enfrentarse a esa crueldad. Nunca había sido objeto de un ataque tan brutal, de hecho, jamás se había encontrado en una situación en la que ella fuera objeto de agravio.

—Y mi Manolillo me ha dicho que la niña está aventá [1].

Elena ya no supo quién dijo eso porque les daba la espalda, pero conocía el término; así era cómo llamaban a los locos o dementes que iban por la calle.

—¿Sólo la niña? —respondió otra —Y el niño. Dicen que es peligroso y que te puede atacar en cuanto a él le dé por ahí.

La portera, que estaba al tanto de la conversación, cogió del brazo a la madre y la metió al zaguán del centro; entonces, se dirigió a las otras:

—Señoras, ¿no han entrado ya sus hijos? Pues hagan el favor de apartarse para que entren los demás.

Las mujeres se alejaron de la puerta pero continuaron con su cháchara.

Elena, mientras tanto, no pudo aguantar más y se echó a llorar, las lágrimas le bañaban la cara y no le daba tiempo a enjugarse con el pañuelo. Pensó que habría sido mejor morirse en el accidente, pero se acordó de sus hijos y se convenció de que ella tenía que estar allí para protegerlos ante tanta maldad, aunque tuvieran que huir a un lugar alejado.

Cuando entraron todos los niños, la hermana portera cerró la puerta y le indicó que la siguiera. Fueron al despacho de la directora; esta se hallaba sentada a una mesa llena de papeles. Su rostro era amable, pero Elena estaba aprendiendo que ya no podía fiarse de la gente, así que se preparó para lo peor.

La monja le dijo que se sentara en la silla que estaba frente a ella, la mujer hizo lo que le dijo y esperó a que terminase de escribir mientras la comían los nervios. Pensaba que le habría venido bien fumarse medio cigarro de marihuana antes de salir, y, de paso, se acordó que ya se le estaban acabando y que, como muy tarde, tendría que ir al día siguiente a la botica para comprar otro paquete…

—Disculpa, Elena, buenos días. —La religiosa la interrumpió en sus cavilaciones— He pedido a la hermana portera que te hiciera pasar para conocernos mejor, aunque las hermanas que te cuidaron en el hospital me han informado, en su mayor parte, de vuestra situación.

Elena pensó que un día debería ir al hospital donde estuvo tanto tiempo para visitar a las monjas; se habían preocupado mucho por ella y, aún, seguían haciéndolo; si no fuera porque estaba tan sobrepasada con los mellizos, ya habría ido a agradecérselo.

—También sé —continuó la religiosa— que ya has ido a ver al doctor de Linares, el alienista. Espero que sigáis con él; es un hombre que conoce las teorías extranjeras y está utilizando nuevos métodos para la rehabilitación de enfermos mentales.

A la madre no le gustó que utilizara esa expresión, sabía que sus niños eran revoltosos y muy impulsivos, pero no los veía como enfermos.

—Aún llevas poco tiempo fuera del hospital y hay muchas cosas que no sabes —La monja se puso seria—: Conocí a tu madre cuando vino a este centro a pedirnos que admitiéramos a sus nietos. Ella es una señora que se ha ocupado de todo para que, cuando salieras, te encontrases como antes, pero no fue posible.

Elena ya sabía eso, y se preguntaba a dónde quería ir a parar la monja. Si pudiera hablar, ya le habría dicho que le hablase sin rodeos.

—Lo que no sabes, es que la niñera de tus hijos, cuando fue despedida, denunció que los niños llevaban tiempo mostrando un comportamiento anormal que hacía sospechar que sufrían algún tipo de demencia. Dijo que avisó a los padres, pero que no la escuchasteis…

A Elena se le escapó un grito que asustó a la religiosa. Tenía un sentimiento de injusticia y ensañamiento que sobrepasaba la crueldad. Quería hablar porque no tenía otra manera de proteger a sus hijos, todo iba muy deprisa, veía que los estaba perdiendo y que nadie le hacía caso porque la veían como a una lisiada. Quería contar que la sinvergüenza de la niñera jamás comentó nada sobre la conducta de los niños; que se lo había encontrado de pronto, y que ella siempre estuvo presente para escuchar todo lo referente a ellos. Esa mujer siempre dijo que sus hijos eran unos niños encantadores, buenísimos, según sus palabras y, ahora, cuando había perdido el trabajo, había sacado a relucir esa porquería.

Pero la hermana, aunque no quería hacer daño, debía terminar de explicarle la situación y, así lo hizo:

—Elena, después de aquella denuncia, la Diputación quiso conocer la situación real de tus hijos. Tu madre se ocupó muy bien de ellos, pero lo que contó vuestra niñera y el hecho de que las siguientes no aguantasen más de una semana en su trabajo no ayudaron nada.

La madre de los niños creía que se iba a desmayar de un momento a otro; pensaba que no volvería a ver a sus hijos.

—Las autoridades —continuó la religiosa— temen que los niños puedan ser un peligro en el futuro y quieren que los evalúe un frenópata. Elena se puso a manotear para negarse; estaba desesperada por parar la situación y emitía ruidos sin control.

—Elena, vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para evitarlo. Confía en el doctor de Linares; ha tratado a más niños que también perdían el sentido de la realidad y quedaban obnubilados como los tuyos, incluso, algunos, ni siquiera hablaban. Ya verás cómo saldremos de esta.

—Sólo te voy a pedir una cosa —siguió la directora. Elena se preguntó cómo se podía estar tanto tiempo con un soliloquio—, las Hermanas de la Caridad te van a ayudar en tu recuperación, al igual que lo hicieron mientras estuviste ingresada —recalcó esto último—, como eres una madre viuda sin apenas ingresos, te pagarán la medicación que te prescribe tu médico —Elena pensó que ya estaba tomando más marihuana de la que le había aconsejado el doctor, pero eso ayudaría mucho—, y la Madre Superiora me ha dicho que te pida que colabores con nosotras: necesitamos a alguien que confeccione las batas escolares de los niños y que repase las estropeadas.

Ella no tenía ninguna objeción, y tampoco había posibilidad de tenerla, puesto que no podía decir nada, pero la costura era una de las pocas cosas que sabía hacer y esa sería una oportunidad para agradecer todo lo que las monjas estaban haciendo por ellos.

Al rato, Elena salía con un hatillo con la tela que necesitaba para confeccionar las batas; no imaginaba que tenía que hacer tantas, pero pensó que era capaz de hacerlo por las mañanas, mientras los niños estuvieran en la escuela. Al final, la conversación con la directora había sido un bálsamo para ella y estaba más tranquila, pero no tanto como para perdonar un poco de marihuana. De hecho, ya era casi mediodía; apenas tenía tiempo de comer y de arreglarse un poco porque después de recoger a los mellizos, irían a la casa de sus vecinos: el señor Ruiz y su esposa los habían invitado a ir un par de veces a la semana. El esposo era profesor de dibujo en la Escuela de San Telmo de la ciudad y, según comentó su esposa, él estaba maravillado por el talento que Octavia mostraba en sus garabatos infantiles, así que le dijo que fuera a su casa para enseñarle a dibujar. A Elena le preocupaba la impulsividad de los hermanos; podían tener un ataque por cualquier cosa y, el hecho de que el matrimonio hacía, apenas, un mes había tenido a su primer hijo, la inquietaba, pero vio que era una oportunidad para que los niños se relacionaran con adultos.

De manera que, a la hora de la comida, se fumó parte del cigarro y preparó una rebanada de pan con un trozo de chocolate a cada niño para que se la comieran en el camino de vuelta.

Los hermanos hicieron difícil el regreso a casa, con peleas, gritos, llantos, y las miradas reprobatorias y comentarios de los que pasaban por al lado. En el último tramo, los mellizos iban casi en volandas, cada uno de una mano de la madre; la marihuana había apaciguado un poco el dolor de la espalda y subieron rápido hasta su piso para cambiarse y dirigirse a la casa de los vecinos.

Una vez en casa del señor Ruiz y su mujer, la señora Picasso, César no mostró interés por los dibujos y se puso a hablar con el hombre sobre antenas y pararrayos; Octavia se tiró al suelo con un cuadernillo y se puso a pintar palomas como le dijo don José. El matrimonio se mostró comprensivo con los mellizos a pesar de ser padres primerizos, y eso hizo que la tarde fuese más relajada para Elena, de hecho, se le pasó volando y ya era de noche cuando subieron para cenar.

Sin embargo, cuando volvieron, Elena no entendía qué había pasado. La puerta estaba abierta y la casa revuelta. Faltaban objetos de la cocina, el juego de café y la cubertería de plata; miró alrededor, y todo lo que tenía de valor del ajuar de su vida anterior había desaparecido. Les habían robado; tardó en comprender pero algo la empujó a tirar las cosas que hallaba, iba arrasando con todo. Sabía que aquella actitud iba a provocar una reacción violenta en los niños pero no podía evitarlo; se sentó en la silla de la cocina y se golpeó las piernas a puñetazos. Le dolía, tenía que parar, pero siguió golpeándose: sólo quería que se hundiera el mundo.

El vecino subió preocupado por el ruido, y Elena sintió alivio al verlo; ella le mostró lo que había pasado, otras dos vecinas de las plantas de abajo, en cuanto vieron el desastre, se llevaron a los hermanos junto a sus hijos, y el marido de una de ellas fue a buscar al sereno. 

Elena lo observaba todo como si ella estuviera en otro lugar. Alguien le preparó una tila; el sereno llegó y habló con el vecino. El guardia se dedicó a observar el salón, situado en el centro con los brazos en jarra. Un tiempo después, se marchó y las vecinas ofrecieron a Elena irse a dormir a sus casas, pero ella lo rechazó temiendo la reacción de los pequeños.

Cuando se fueron todos, sólo había silencio; los gemelos no pidieron a su madre que les enseñara los dibujos del libro de cuentos, y  Elena se acostó con Octavia en su lecho; César la miraba desde su cama de al lado hasta que se le cerraron los ojos. Octavia, casi dormida, se arrimó a su madre y la abrazó. Era la primera vez que lo hacía desde que nació.


[1] aventá: Expresión popular malagueña que significa ‘loca’ o, también, ‘atontada’, ‘despistada’.

LAS LOSAS AGRIETADAS DEL CAMINO QUE HAY QUE SALVAR (Parte 2)

Durante los dos meses siguientes después de que despertara, las religiosas la fueron poniendo al día de parte de lo acontecido. Lo primero que le contaron fue que sus gemelos estaban bien cuidados y que deseaban verla. La madre de Elena se había desplazado a Málaga desde su residencia de Barcelona para estar con ella, se ocupó de que la casa siguiera funcionando y de que los mellizos estuvieran atendidos, pero la empresa vitícola familiar estaba muy resentida por la crisis de la filoxera[1] y la abuela no podía demorar por más tiempo su regreso, así que tuvo que volver a su hogar en cuanto su hija fue dada de alta. Elena creía que lo peor que podía pasarle era quedarse viuda, pero, al salir de allí, se encontró con una realidad más dura. Mientras estaba hospitalizada, su madre ocultó la gravedad de la situación, y ella tampoco indagó porque no imaginaba que su vida de comodidad y prosperidad pudiera sufrir tal cambio.

Suponía que todo estaba perfecto, la vida continuaría y ella podría estar tranquila, su única preocupación debería ser su rehabilitación y trabajar para recuperar la voz. Pero cuando salió, se encontró que ya no tenía la mansión de tres plantas de la Alameda y, mucho menos, un servicio que se ocupara de los quehaceres domésticos. La empresa de Joaquín también tenía pérdidas por culpa de la enfermedad de las vides que asolaba la región desde hacía unos años, y los padres de este fueron dejando de enviar ayuda económica para el mantenimiento de la casa y la servidumbre. La madre de Elena, acuciada por los problemas económicos, se había visto obligada a reducir personal, y se tuvo que resignar con una doncella para la limpieza y una niñera externa, que cambiaba cada dos por tres porque ninguna soportaba a los críos que, en los últimos meses, habían ido manifestando un comportamiento anormal y preocupante.

La situación, antes de salir del hospital, todavía fue a peor, y Doña Pilar, la madre de Elena, tomó la más drástica de las decisiones en cuanto a su hija: rescindió el contrato de arrendamiento del hogar conyugal y alquiló un piso humilde en el barrio que todos conocían en Málaga como el “chupitira[2]”, en una tercera planta de las casas de Campos, en la Plaza de Riego[3], donde el alquiler era más económico; lo suficiente para pagarlo ella sola, aunque su hija se tuviera que adaptarse a un papel que nunca había realizado: el de una madre viuda con una pequeña renta y sin ayuda doméstica.

Era lunes 21 de noviembre de 1881, se cumplían dos semanas desde que Elena había sido dada de alta, y siete meses desde el accidente. Ese día, la joven se levantó poco antes de las seis de la mañana, encendió la lámpara de mecha y se abrigó con una gruesa mantilla. En la cocina, preparó algo de pan del día anterior con lo que allí tenía: tocino, aceite de oliva… y esperó a oír la llamada del lechero mientras desayunaba. Cuando oyó la cantinela que anunciaba la llegada del vendedor, bajó las escaleras y entregó al hombre una pequeña cántara de aluminio con la capacidad justa de leche para los niños.

Subió, de nuevo, a la tercera planta y, como si de un reloj se tratase, nada más llegar, oyó un grito que sobresaltó su corazón; las llamadas eran continuas y aún era temprano. En la habitación de los niños, Octavia estaba gritando que quería leche, Elena posó la mano sobre ella y la niña se volvió para susurrar: “leche”. Su madre alzó los brazos para indicarle que enseguida se la traía y, para que la niña no siguiera gritando mientras calentaba la leche, le dio un cuadernillo y unos lápices para que se entretuviera. En esas dos semanas, había conocido mucho más a sus hijos que en los cinco años anteriores al accidente, y había descubierto que no eran unos niños que hubiesen entrenado la paciencia, sino que, estaban habituados a conseguir lo que querían de forma inmediata o, de lo contrario, empezaban a gritar y a ponerse violentos.

Corrió a la cocina, encendió el gas e hirvió la leche, la vertió en dos vasos de cerámica y se los llevó a los mellizos; cuando los terminaron, se volvieron a dormir. Aún quedaba bastante para levantarlos, pero ella ya estaba agotada por tantas veces que se despertaba durante la noche con los alaridos que César daba en sus pesadillas.

En la mesa de la cocina se preparó un cigarro de marihuana para relajarse al empezar el día; nunca había fumado antes del accidente, pero el médico se lo prescribió para aliviar los dolores de cabeza y calmar sus ataques de nervios que sufría desde que salió del hospital; no era tan fuerte como la morfina que se pinchaba cuando los dolores eran insoportables, pero, al menos, era más barato.

Una hora más tarde, despertó a los mellizos; César no daba problemas para levantarse, pero hablaba mucho. Elena escuchaba el sueño que su hijo le relataba sobre un poste de telégrafo y un pararrayos que se peleaban entre ellos para ser los más altos, y pensaba que no sabía qué era peor, si un niño que no hablaba, o uno que no paraba en todo el día con su obsesión, y cuando terminó de vestirlo, cogió de un panel de la pared, un dibujo de los que ella misma había hecho para comunicarse, y le mostró el de un chiquillo orinando en un inodoro. César obedeció y fue al baño. Ahora, tocaba levantar a Octavia, y eso era más complicado.

La media hora siguiente transcurrió con gritos, charlas, peleas y hasta alguna patada entre los hermanos hasta que bajaron a la calle. Los niños estaban sorprendidos porque nunca habían salido tan temprano, pero ese día, empezaban a ir a clases; la escuela era un centro de las monjas de la Sagrada Familia situado en la calle Ancha Madre de Dios, muy cerca de donde vivían, y estas habían aceptado a los hermanos en sus aulas de párvulos. En días anteriores, Elena ya había hecho con los niños un pequeño recorrido del trayecto para prepararlos, porque estos se excitaban mucho en la calle y era muy difícil desplazarse con ellos. Así que ya llegaban tarde a la escuela el primer día; la madre tenía que lidiar con los críos que iban tirándose al suelo, o se lanzaban a la calzada porque, entre sus manías, los mellizos tenían una por la que no podían pisar losas agrietadas o con diferentes tonos de color. Por lo que, al llegar al colegio, un grupo de mujeres observaba el espectáculo que formaban los críos por el camino, y cuando Elena llegó a su altura, tuvo que mantener la calma ante los consejos aquellas madres: “Tus críos se han criado sin límites”; “Tienes que enseñarles lo que es el respeto”; “Hay que demostrarles quién manda”…

Ella sólo esperó a que sus hijos traspasasen la puerta; la hermana portera llevó a cada uno a un aula diferente pero no se dirigió a Elena en ningún momento, así que se despidió de las madres levantando la mano, y las otras se quedaron comentando lo mal educada que era esa mujer, que ni siquiera les había dicho una palabra. Volvió a casa y pensó que el esfuerzo hecho bien merecía otra calada al cigarro de marihuana.

No estaba aún recuperada del accidente y se resentía del dolor de espalda que le producía el esfuerzo; abrió una cajita de latón decorada: dentro, había una aguja con una jeringa de cristal, una cuchara, un sobre de polvos blancos de morfina y la caja de los cigarros que le prescribió el médico cuando salió del hospital. “Madre mía, menudo plan”, se dijo a sí misma, y dedicó quince minutos al cigarro que la relajaba para la batalla matinal diaria.

 Se puso a arreglar la casa, revuelta por la exagerada actividad de los niños: dibujos tirados, maquetas de antenas de César repartidas y objetos rotos por las rabietas de Octavia. La hierba hacía su labor y Elena estaba, cada vez, con menos fuerzas para continuar; a la hora de comer, no había hecho ni la mitad de lo planeado y eso le produjo más ansiedad, así que dio otro par de caladas al cigarro antes de ir a recoger a sus hijos.

Cuando llegó al colegio por la tarde, la hermana directora la estaba esperando en la puerta. La madre sintió un desagradable cosquilleo por el estómago porque imaginaba los reproches que iba a recibir por el nefasto comportamiento que estaban mostrando los niños. No quería estar mucho tiempo; seguía sin poder decir una sola palabra, y ese mismo día, iba a llevar a los hermanos a una nueva terapia. Pero la religiosa se limitó a sonreír y posó su mano sobre el hombro de la madre al tiempo que asentía. Elena lo interpretó como que habían superado la primera prueba y que podrían volver al día siguiente como cualquier otro niño. Pero, de camino a la consulta, el cigarro no era suficiente para soportar lo que los hermanos iban provocando por la calle. Los agarraba por las muñecas cuando intentaban escurrirse y salir corriendo entre los carros y carruajes; a mitad del trayecto, sin soltar a César de la mano, y acorralando a Octavia contra la pared de una casa, se puso en cuclillas frente a los dos y se llevó el dedo índice de la mano libre a su boca, con tanta fuerza, que se arañó la punta de la nariz; era como gritarles que se callaran, pero los críos no hacían ni caso.

Por fin, llegaron a un edificio de tres plantas; en el portal, un letrero indicaba que la consulta del alienista se encontraba en la última. Entraron y, cuando sólo había subido un piso, Octavia se tiró al suelo golpeándose la cabeza porque no quería seguir. Elena se preguntó que a quién se le podía ocurrir poner una consulta de alienista en la última planta, pero, una vez llegó, fue bien recibida. Fueron las monjas del hospital quienes, enteradas del carácter anómalo de los niños, la recomendaron a aquel doctor: era un hombre joven, y la enfermera que parecía tener mano con los mellizos, era la que se encargaba de entretenerlos con juguetes mientras el alienista iba explicando la situación:

—Elena, las hermanas me han contado el comportamiento que sus hijos han mostrado durante el tiempo que usted estaba hospitalizada. —Miró unos papeles con anotaciones y fue leyendo— César tiene momentos de obnubilación en los que no responde cuando se le habla, su vocabulario es inferior al de un niño de su edad y tiene episodios de agresividad cuando se le obliga a hacer actividades que a él no le gustan, por lo que, en ocasiones, manifiesta un carácter inflexible y sufre ataques de ira.

Elena iba escuchando los síntomas que el alienista enumeraba sobre su hijo; aunque hubiera podido hablar, se habría quedado muda. Lo que contaba el doctor, lo había descubierto hacía, apenas, dos semanas, y empezó a dudar que todo comenzase a raíz del accidente. Pensaba que no podía ser que sus hijos se hubieran vuelto tan agresivos, desobedientes y… enajenados de la noche a la mañana, y sospechó que la nana que se ocupó de ellos, se lo había estado ocultando.

—Octavia —continuó el doctor mirando otras notas— muestra una agresividad permanente e impropia de una niña de su edad, es impulsiva, no tiene paciencia: no termina lo que empieza, no sabe esperar, sufre también, de un retraso en su lenguaje y muestra un carácter desafiante exigiendo todo lo que quiere a gritos; si no lo consigue, se tira al suelo y se golpea a sí misma.

Elena tenía la sensación de que la estaba culpando del comportamiento de sus hijos, y que le reprochaba el que, antes del accidente, apenas si les dedicara, algunos días, más de diez minutos. Aún resentida de su hospitalización, con el drástico cambio que había dado su vida, todo lo que estaba descubriendo sobre sus hijos y sin poder emitir palabra, lo único que ella quería, en ese momento, era encerrarse en su habitación y pincharse una dosis doble de morfina para no despertarse hasta el día siguiente. Pero, el doctor continuó y ella sospechó que lo peor lo había dejado para el final.

—Elena, quiero que entiendas lo que te voy a decir —El alienista cruzó los brazos, apoyó los codos sobre la mesa y se aproximó a la madre para mirarla a los ojos—: Tus hijos podrían ser considerados, por muchos de mis colegas, unos alienados; incluso, algunos los calificarían como esquizofrénicos o dementes.

Elena creía que se desmayaba y el médico tuvo que darse cuenta porque él mismo se levantó a llenar un vaso con una jarra de agua que tenía en una mesita de un rincón. La enfermera seguía entreteniendo a los niños a duras penas, porque estos no paraban de gritar y de tirarse los juguetes a la cabeza, pero la miraba de reojo con mirada compasiva.

El doctor dio el vaso a la madre y se sentó en una silla junto a ella. Saltándose todas las normas de cortesía, cogió con suavidad su mano para tranquilizarla y continuó:

—Las hermanas que te cuidaron durante tu estancia en el hospital, me han hablado de tu accidente y de la situación en que habéis quedado tú y tus hijos. Sé que no puedes hablar debido al golpe que sufriste en la cabeza, y te diré que tu mutismo puede ser temporal. Algunos pacientes —explicó— se recuperaron a los pocos días, pero otros pudieron tardar un par de años. Si sigues viniendo con tus hijos, también podré ayudarte a entrenar tu voz para que empieces a hablar otra vez.

Esto, que era una puerta abierta a la esperanza, casi ni lo oyó Elena, que imaginaba a sus mellizos encerrados en un centro psiquiátrico en unas celdas sucias, y sufriendo toda clase de abusos por parte del personal. No pudo soportar esa imagen y se echó a llorar como nunca lo había hecho, ni siquiera cuando se enteró de la muerte de Joaquín, y lanzó un terrible grito que alteró aún más a los niños, que se pusieron a gritar y a pegarse a sí mismos.

La enfermera se los llevó a otro lugar, se notaba que tenía destreza con estas situaciones; Elena la envidió al ver que podía manejarlos y que pareciera tan fácil.

El alienista seguía con voz tranquilizadora y le contó que había visto que sus hijos tenían mucho potencial, que las monjas le habían hablado del interés e inteligencia que César mostraba en asuntos tecnológicos, y del gran talento de Octavia para el dibujo. Dijo que había visto a otros niños que, a pesar de tener comportamientos anómalos como los suyos, mostraban también una sensibilidad e inteligencia impropias en los locos, y le pidió que fueran dos veces a la semana para enseñarles a adaptarse a la vida normal y, a ella, a aprender a hablar.

Elena se puso a hacer cálculos mentales sobre cómo pagar al médico con la renta que su madre le enviaba, y estimó que la consulta era el dispendio de un día, así que decidió no comer en esos dos días para pagarle y, si era necesario ayunar tres veces a la semana para seguir con su tratamiento de morfina y marihuana, también lo haría. Aceptó sin pensarlo, y quedaron para el miércoles siguiente.

Los hermanos salieron en tromba de la consulta del alienista; Octavia volvió a tirarse en la calle, y César hablaba sobre antenas. Elena no veía el momento para llegar a casa y acostarlos de una vez.

Cuando, por fin, se durmieron, se sentó en su cama y abrió su caja de latón. Como si de un ritual se tratara, abrió el bote de morfina, y extrajo una cucharada de polvo, lo vertió en un vaso y lo disolvió con agua; después, sacó del estuche, una jeringa a la que acopló la aguja que también había dentro; la introdujo en el líquido y, con lentitud, como si se recreara con ello, fue extrayéndolo hasta casi llenar la jeringa. Con esta en una mano, y la manga del brazo contrario remangada, se recostó sobre el cabecero de la cama y se clavó la aguja en la parte interior del antebrazo. Aún le dio tiempo de quitarse la jeringa antes de quedarse dormida hasta que, a medianoche, el niño la despertó con sus gritos. Elena se levantó para tranquilizarlo, lo abrazó con fuerza, y César le dijo al oído que ella era como un pararrayos que protege las casas y las familias que viven dentro.

La madre volvió a la cama dando traspiés, y se durmió pensando que eso era lo más bonito que le habían dicho nunca.

(Continuará).


[1] Filoxera: Insecto parásito de la vid. En 1877 esta plaga causó estragos en los viñedos de la provincia de Málaga provocando una de las peores crisis económicas sufridas en la monarca debido a que el sector vitivinícola era uno de los pilares de la economía.

[2] Chupitira: Nombre que el pueblo dio al barrio de La Victoria, en Málaga, desde mediados del siglo XIX. Este lugar era el área de residencia de la pequeña burguesía, y comenzó a llamarse así debido a las comidas de pobres, las almejas, que esta clase social hacía para poder permitirse aparentar en otros aspectos. ​

[3] Plaza de Riego: Actual Plaza de la Merced de Málaga.

#TallerLetrasyErroresCompartidos.

Olga Lafuente.