
Era el vivo ejemplo
de la frescura y la belleza;
una muchacha menuda
y pizpireta,
que hizo de la alegría de vivir,
su bandera.
Un pequeño frasco
que rebosaba bondad e inocencia,
y que repartía jarana, alboroto
y algún que otro quebradero de cabeza.
Con el mundo por montera,
se olvidó de las penas
y la pobreza.
Se colaba en casorios, bautizos,
funerales y demás fiestas.
No repetía vestido
ni le hacía ascos a ninguna bagatela.
Tan apasionada como era,
padeció, en exceso,
la soledad de la guerra.
Por eso, no sorprendió a nadie
que, al finalizar la contienda,
su marido la encontrara con otro,
en su propio lecho,
y bajo sábanas de seda.
El tito Antonio,
haciendo gala
de caballerosidad y nobleza,
acertó a preguntar
qué fue lo que le pasó por la cabeza.
A lo que ella respondió
de manera muy resuelta,
que no había maldad en sus actos,
sino que era víctima
de una falsa promesa:
el traicionero amante,
valiéndose de la fragilidad de ella,
le ofreció un tarro de perfume
a cambio de sus sensuales destrezas.

Así que mi tío,
ni corto ni perezoso,
corrió al estraperlo,
y le compró la mejor esencia.
Y con esto que hizo, sin él saberlo,
creó una costumbre
que perduró por décadas:
la hermana del tito Antonio,
o sea, mi abuela,
puso en práctica su peculiar guasa,
y quiso regalar lo mismo
en la ocasión que tuviera.
Y no hubo evento,
festejo o juerga
en el que faltase el fragante regalo
para mi tía abuela.
Siempre que recibía uno,
demostraba que, en gratitud,
era la primera,
y mirando a mi tío,
decía con cara de sorpresa:
«Fíjate lo que me han regalado,
quién lo dijera»;
a lo que el tito Antonio,
con su deje andaluz, respondía:
«Anda, mira, estarás contenta».
Y así siguieron los años,
creciendo la familia
y continuando con la comedia.
Ya nadie dudaba que
la tita Lola era
la mujer con la colección de esencias,
que provocaba la envidia
de estrellas de cine
y damas con solera.
Y en el final de sus días,
postrada por la senectud y demencia,
atinó a decirle a mi tío
que estaba sentado a su vera:
«Fíjate lo que me han regalado,
quién lo dijera»;
a lo que su amante esposo contestó:
«Anda, mira, estarás contenta».
Olga Lafuente.
