BUSCARSE LAS HABICHUELAS

En medio de los rectilíneos olivos que tapizaban la campiña, bajo el inclemente sol de agosto, los campos lucían cuidados y un mirlo despistado buscaba algún fruto caído de forma tempranera.

En una de las lindes de las parcelas, unas familias de jornaleros se afanaban por acabar el desvareto de dos olivos antes de dar cuenta del almuerzo que ya habían preparado las mujeres.

Los más pequeños jugaban alrededor de los árboles, a sabiendas de que a ellos aún no les tocaba comer hasta que no terminaran los mayores.

Apartada de todos ellos, una chica dormitaba reclinada sobre las raíces de una de las manzanillas. A pesar de que ya había cumplido los diez años, la muchacha no colaboraba en las tareas del campo como hacían los de su edad. Ella ya sabía que no la querían en los trabajos grupales y, mucho menos para los remunerados, debido a la peculiaridad con la que nació.

La ubicación elegida por la niña no era casual; en cuanto el grupo de jornaleros se había reunido a comer a la sombra de los olivos, ella se deslizó como la brisa, de un árbol a otro, hasta llegar a la casa grande. Allí, los señoritos, adultos y pequeños, disfrutaban de un baño en la piscina construida en el patio del señorío aprovechando el caudal del río, ya de por sí, exiguo en esa época del año.

La joven, consciente de su invisibilidad ante los potentados, rodeó la verja y se dirigió a la parte trasera del edificio. Con un gran conocimiento del lugar, cruzó el umbral de una de las puertas para acceder a la almazara. La sala estaba unida al almacén del aceite y las aceitunas, aunque, en épocas vacacionales, la casa se ocupaba por los señores, por lo que también había embutidos, pan y pescado o carne en salazón.

Se dirigió a una despensa construida bajo el hueco de una escalera y, cuando entró, se sobresaltó al descubrir una escuálida figura morena y de menor estatura que ella. Era un niño con una pequeña torta de pan que tenía agarrada como una presa con sus dos mugrientas y diminutas manos.

El niño, al verla, profirió un molesto grito gutural que asustó a la joven, no porque supusiera una amenaza para ella, sino por la posibilidad de que los descubrieran. Ella alzó las manos mostrando las palmas para calmar al chiquillo, pero este retrocedió sin soltar su posesión intentando patearle el vientre.

La muchacha quiso congraciarse con él y se presentó, pero el niño siguió emitiendo ruidos y chillidos. Enseguida, ella comprendió que era sordo, y andando con tiento, se fue a una parte de la despensa de la que sacó un queso curado de alrededor de dos kilos.

La imagen de esa pieza calló al asombrado muchacho, cuyo blanco de los ojos resaltaban la morenez de su rostro, y la joven se confió lo suficiente para coger otra torta de pan para ella. Con la torta y el queso en una mano, hizo gestos con la otra para que el niño la siguiera; fueron a una estantería al lado del molino de aceite, que estaba atestada de herramientas y pequeños aperos, y de ahí, la niña sacó una navaja.

Cortó con presteza dos cuñas del queso, una para el crío y otra para ella, y él se lanzó a devorarlo sin siquiera quitarle la corteza.

—Y ¿tú quién eres? Yo conozco a todos los jornaleros y sus familias y a ti no te había visto nunca. ¿Tus padres también están desvaretando? —indagó la niña.

El chiquillo seguía comiendo, ajeno a lo que ella decía.

—Tú estás peor que yo —continuó la cría, aun sabiendo que el otro no la podía oír—. Mis padres dicen que yo soy «retrasada»; el médico les dijo que yo no soy normal porque tengo el defecto con el que nacen los niños cuando las madres son mayores. Yo soy capaz de hacer lo mismo que ellos, pero no me dejan, y en el pueblo me llaman la «subnormal» por eso; pero, al menos, me conocen.

La chiquilla siguió el ejemplo de su compañero y le dio un mordisco a su torta de pan con queso.

—Ya veo que tú también te tienes que buscar la vida —siguió al ver al niño comer casi con desesperación —. Como yo soy la «tonta», tengo que esperar a que terminen de comer los hombres, las mujeres y los otros niños. Y cuando me toca, ya casi no hay nada. Por eso, de vez en cuando, me meto a buscar algo en la hacienda de los señores.

Ella se dispuso a salir de allí y levantó el mentón del crío para que la mirase a la cara.

—Tenemos que espabilarnos porque siempre nos llevaremos la peor parte, así que nos ayudaremos el uno al otro.

El niño, entonces, asintió y le guiñó un ojo.

Imagen de Jackmac34 en Pixabay.

Relato escrito a partir del ejercicio 1 del #RetoInspiración de Jimena Fer en su blog jimenaferlibro.com.

Olga Lafuente.

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